sábado, 24 de noviembre de 2007

Las Flores.

Cada vez que íbamos a las Flores, al campo, era una verdadera aventura.
Nos sentíamos pequeños conquistadores, aguerridos expedicionarios.
A eso de las 6 ya estábamos tomando zucaritas y planificando las actividades del día. No teníamos más deberes para con los adultos que aparecer para el almuerzo y la cena, el resto del día era nuestro.
Éramos pura energía, una fuerza movilizadora: activando mecanismos, corriendo palancas y ruedas, perturbando a todos los animales con gritos de batalla y artefactos experimentales.
Los peones nos odiaban profundamente, a veces en silencio, a veces no. Siempre estaban tratando de matarnos (ponían mal las cinchas de nuestros caballos o nos engañaban dándonos los más malos y hasta llegaron a amenazar con dispararnos si seguíamos robando huevos del gallinero*) Jua Jua, un carajo nos iban a amedrentar.

Después de comer un rico asado nos daba por agarrar las boleadoras y salir a correr avestruces. Cuando nos aburríamos de los pajarracos, optábamos por agarrar a los chanchitos bebes de las patas de atrás: hacían un ruido fabuloso mientras pateaban para zafarse.
Un día una chancha respondió al llamado de los pequeños y nos persiguió embravecida. A partir de dicho incidente salimos siempre armados con rifles de aire comprimido, gomeras y municiones de reserva.
Uno de los momentos más memorables fue cuando tratando de hacer un fuego bien grande incendiamos todo el techo del quincho, por esa hazaña sufrimos unos días de penitencia encerrados en la casa. No nos importó, nos quedamos leyendo y organizando nuevas misiones.

Terminado el castigo volvimos renovados a la vida al aire libre.
Con el pasto todavía escarchado corríamos enloquecidos a moler choclos, dar mamadera a los terneros, llevar terrones de azúcar a los caballos o revisar debajo de los baldosones en busca de culebras.
Saltábamos alambres y burlábamos trancas. Nos alejábamos de la casa para encontrar caballos con colores diferentes, o tratando de rastrear a un burro que habíamos visto el primer día desde el auto (este burro que se llamaba Poroto tenía un tumor gigante o algo parecido adherido a la pija y era todo un espectáculo)

El último día hacía tanto calor que decidimos organizar un carnaval, llenamos unos baldes con bombitas de agua y fuimos a tirarles a las ovejas. Las muy cobardes se concentraron en un rincón contra el alambrado y tanto tanto se cagaron que lo rompieron y se escaparon caminando hacia la ruta. Nunca pudieron responsabilizarnos por la fuga.

En el viaje de vuelta a bordo del Renault 12 break, entre el olor a cebolla de verdeo y ovejero alemán, pensábamos en la ciudad y en revelar pronto las fotos que habíamos sacado en el campo (fotos que nos mostrarían aventureros y sonrientes)



* Los huevos no eran para comer, sino para el desarrollo de una incubadora. Queríamos a toda costa hacer nacer un pollito, demás está decir que no tuvimos éxito.