miércoles, 27 de febrero de 2008

No nos pongamos tan serios.


Generalmente cuando se insiste sobre el carácter “de culto” de alguna banda, cuando se la presenta como sólo apta para especialistas, “música para músicos”, la cosa se vuelve sospechosa, más aún cuando el que sostiene el carácter opaco de tal o cual música es el mismo club de supuestos especialistas.
El fan en su carácter sectario, cela a su objeto amado de la grasada, del que no sabe nada, funciona igual que el chico que aterrorizado de que le ensucien la pelota se la lleva corriendo ante los insultos del resto de los jugadores. Y sí, la figura del especialista es pesada, pegajosa.
El club de sabihondos todo lo convierte en estatua, en algo con olor a humedad; reza para sus adentros “esto es nuestro, se descifra a través de nosotros y nada más; el resto, los que no entienden nada, no pueden opinar, no les puede gustar ni no gustar: deben abstenerse”.
El problema en principio es que para ser socio del club hay que ser demasiado serio, un paladín de la ultracorrección y también un poco autoritario para pensar que algo como la música puede aprisionarse tras un par de gestos impostados y charlas entre conocedores.
Además con la música la cuestión es aún más complicada, porque ¿qué es exactamente eso que hay que entender, eso sin lo cual no somos dignos escuchar?
El caso de la escena local del jazz es más que interesante, porque mientras los músicos no se cansan de tocar bajo las más diversas formaciones y editar un disco tras otro que nada tiene que envidiar a las festejadas producciones de afuera, el grueso del publico se le sigue acercando con cautela, tildando de difícil algo que nada más es diferente.
Frente al jazz el público reacciona con demasiada seriedad, con una pasividad peligrosa. Va a los shows, aplaude un poco al final de cada solo o al final del tema pero siempre con mesura. Reserva el lugar del placer para algún comentario técnico/erudito sobre tal o cual arreglo o modificación del tema.
Al esmerado especialista se le escapa siempre lo más jugoso y es que el jazz, en sus expresiones más lúcidas, es algo extremadamente divertido. Con su dinamismo y fascinante diversidad siempre esquiva a lo solemne manteniendo esa cercanía entre músico y público, ese contagio constante de energía y comunicación.
Pensemos en un bar chiquito y lleno de gente. La banda a lo sumo está a un par de metros de distancia, se pueden percibir los matices, las tensiones en los músculos; se palpa con cada sonido lo efímero y particular de la experiencia.
Entre el público y la banda se gesta algo nuevo y de corta vida que se evapora apenas termina el show, que sólo ocurrió “mientras”: ni antes ni después. Esa experiencia que es el jazz en vivo si requiere atención no es por su dificultad sino por su multiforme riqueza.
Basta escuchar la música y los gritos de Mingus, la creatividad ilimitada de Coltrane o el sonido “que se aleja” de Bill Frisell, para sentir un sacudón en todo en el cuerpo, unas ganas incontenibles de patear el piso, bailar o aplaudir, no con mesura, sino hasta tener las manos rojas.

3 comentarios:

Merian dijo...

Uno de los mejores posts, no ya de Salvajismos, sino de la web.
Qué buen re-regreso!

Nuno dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Nuno dijo...

lindo pasaje, estoy entendiendo esto del blog...